Parpadea la fuente que hay en medio de la plaza del pueblo. En los bancos que quedan vacíos, se posan dos palomas y un abrazo del que hace buen tiempo que no se ve.
El frío se cuela por las rendijas y por la ventana entreabierta de una casa azul que hay a la vuelta de la esquina del viento. Dentro empieza a discutir el silencio amargo. No ha tenido un buen día pero las palabras no tienen la culpa.
Se oye a lo lejos un estruendo que no se anda por las ramas, al cabo de unos segundos el fogonazo ilumina toda la noche, el fotógrafo de la naturaleza deja una bella imagen estremecedora.
El otoño baja las persianas en algunas casas, en otras deja hojas escritas con cierta perenne melancolía.
La ropa del estío se aferra con fuerza dentro del armario de cada dormitorio, teme el cambio de temporada y no está dispuesta a ser reemplazada tan fácilmente. No le gusta quedarse ocho meses secuestrada en el trastero. Le encanta ser la protagonista de la puesta de largo del calor y ser partícipe del ocio de la gente.
Ningún intruso habla y menos el ocre, tampoco en el entretiempo y más si el sol aún regala lo mejor de sí mismo al mediodía para compensar su amanecer de rocío ingrato. Los resfriados no solo los evidentes, también los del alma, toman la delantera por ser época de vestirse de cebolla y estar de capa caída como caducas hojas.
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