En un conservatorio, un momento delicioso se saborea al ver cómo un violín dejado sobre un piano después de un último concierto, susurra alto y claro, un padre y una hija , el esfuerzo emocionado en la conmovida escena, en la historia que detrás respira entrega y cómo se funde encima del escenario la mirada de la hija hacia su padre, el talento de los dos inmenso como siempre de la mano.
No olvidarán los allí presentes, tan bello discurso cal(l)ado donde son las vívidas imágenes las que se tatuaron con tanto amor y a flor de piel la erizada melodía de lo mejor de los clásicos.
No muy lejos de allí, una pareja se despide de manera improcedente, no volverán a trabajar en eso del amor incondicional, ya no son ni la sombra de lo que fueron. Por una carretera cercana un motorista se adelanta a sí mismo sin darse cuenta de lo subida que corre su soberbia, dentro de unos kilómetros terminará en la cuneta algo más que su ego.
Mientras en la avenida principal, unos operarios descansan sobre el andamio de sus vidas, hablan de todo lo que les queda por hacer con cierta impaciencia algunos y otros con demasiada desidia. Un joven los mira como si le latiese su abuelo dentro, se emociona y enmudece la calle y su edad. Lo echa mucho de menos.
Dos gatos se pelean a altas horas de la madrugada cerca de un contenedor, los maullidos de la noche arañan la oscuridad y la hieren. Cae con rabia la primera helada de octubre a la par que las estrellas se ponen siamesas. Hace frío y uno de los felinos se va al escucharlo tan agudo. El otro se lame sus patas y se acurruca debajo de un arbusto.
La luna está tan grande que llena de luz la noche, parece una pista de hielo gigante de plata. Patina la mirada de una señora sobre ella, recuerda la rotonda de su infancia y se emociona. Cierra esa ventana tan sembrada y se va a la cama.
Un aire de tarta de fresa y de arroz con leche la adormecen tan dulce como su madre y tan honesta como su padre. Nunca más volverá a dormirse como una madeja de lana fracasada.
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