Cae la lluvia como un torrente encima de los últimos coletazos de un octubre amable que no se quiere hacer noviembre demasiado brusco y rápido.
Un partido de fútbol se juega sin importar demasiado, solo el rosa de las camisetas y un público familiar entregado.
Se apaga el domingo sin ningún cuidado, la tarde sestea y la gente en sus casas, salvo en una o dos, no están para fiestas. El pueblo es pequeño, podría caber en la mano de un gigante, todo se sabe hasta que el cura bailó con una joven noche vestida de largo en una verbena sin fuegos artificiales.
Hay dos hermanas solteras, que se diría antaño que quedaron para vestir santos, en la casa más color teja que puede haber pero de pizarra su tejado. Zurcen los rotos para los vecinos pero las cosen a tiros las malas lenguas. Murmuran los jueves a las ocho en luto cuando van a dar un paseo juntas y suena a sentencia el campanario.
Comentan que es por un mozo que compartieron las dos cuando jóvenes; el muchacho se marchó al frente y no se supo más de él, chismosas envidias amargas. Hay fantasmas que son como cipreses con sus sombras demasiado alargadas.
La gente tiene demasiado tiempo cuando el aburrimiento es su cena de los sábados y las habladurías su menú cansino de todos los días cansados.
Sin embargo si se revuelve el viento en estos parajes, las cenizas vuelan como si fuesen fénix todas sus aves.
Y pasa la catenaria del tren, el tiempo desenredado y el pueblo se envuelve de invierno y solo se escuchan los ladridos de los perros y el cauce del río a media tarde. Y los domingos en la iglesia se vacían la mirada impía y las farolas algo tristes maúllan poca luz para su puñado de habitantes que apenas ven como lloran algunos de sus sauces.