Había una envidia en el hall de su casa. Te la encontrabas nada más entrar pero Cecilia no lo sabía, no notaba su insidiosa presencia.
Era enorme, famélica, imperturbable y algo altiva pero tan sutil como invisible y muy lineal en su manera de pensar. Cada vez que Cecilia llegaba, allí estaba ella, esperándola como quien acecha sigilosamente a su presa. Veía su día a día...ansiaba tener esas tardes de chimenea y las cálidas noches de ColaCao y galletas. También las zambullidas en el estío de sus seres queridos y la algarabía de la primavera que desprendía en sus risas así como la caricia paciente de todas sus palabras cuando se reunía con sus amigas, cuando hablaba con sus hijos o por teléfono.
Una mañana no cualquiera, Cecilia entró en su casa con las bolsas de la compra y la envidia ya no estaba, tampoco su vida. Y el móvil empezó a sonar muy urgente como su silencio.